Texto Wili Reaño con fotos de Gabriel Herrera


Las lomas costeras, apuntó hace algunos años Marc Dourojeanni, fueron, en tiempos del Antiguo Perú, las primeras áreas protegidas de nuestro territorio. En ellas, nuestros antepasados se esmeraron en asegurar la provisión de agua para las ciudades que fueron poblado y, el añadido es mío, entendieron como nadie los ciclos de la vida de las plantas que llegaron a domesticar con tanta sapiencia.


Con los atisbos del verano el manto de verdor que cubrió las laderas de muchos de los cerros que rodean la desangelada ciudad que habitamos emprende su sempiterna retirada. La monotonía del marrón del desierto volverá a imponer sus tonos en los contrafuertes andinos para que la fiesta de la vida en las lomas, ese ecosistema único que gozamos en el Perú los chalacos, los naturales de la región chala, se vea obligada a apaciguar sus ímpetus.

La llegada del sol primaveral de estos días y el calor que va a imponer el estío provocará el éxodo de las aves hacia otros parajes. O el ulterior intento de emplumados y demás seres vivos de soportar la inclemencia que suponen los calores del mediodía hasta donde puedan sus ánimos. La flora, que es impresionante y singular en estos prados en pleno desierto, deberán hacer lo propio.

Así ha sido siempre y así será, hasta que nosotros, la diminuta especie que se ha apoderado de la evolución, lo permita…

Las lomas costeras, apuntó hace algunos años Marc Dourojeanni, fueron, en tiempos del Antiguo Perú, las primeras áreas protegidas de nuestro territorio. En ellas nuestros antepasados se esmeraron en asegurar la provisión de agua para las ciudades que fueron poblando y, el añadido es enteramente mío, entendieron como nadie los ciclos de la vida de las plantas que llegaron a domesticar con tanta sapiencia.

Durante el señorío ichma, poco antes de la llegada de los incas a estos valles, lo han señalado Pilar Ortiz de Zevallos y Gilda Cogorno en “La Lima que encontró Pizarro”, un coqueto y muy bien informado libro que recomiendo leer, ya vivían en los contornos de la ciudad refundada por el conquistador extremeño entre 180 mil y 210 mil habitantes.

Y todos bajo el manto de la misma niebla que viniendo desde el mar posibilitaba la existencia de esos oasis en medio del desierto más seco del planeta que hemos convenido en llamar lomas.

En lo que va de la temporada lomera, que como he comentado en otras notas se inició este año en junio, mi cosecha no ha sido, lamentablemente, la que esperaba: apenas he podido recorrer las de Lúcumo –en las cercanías del centro poblado Quebrada Verde- y las de Quebrada Río Seco, en Pachacamac, recientemente convertida en un Área de Conservación Privada, y claro, de soslayo y a la distancia, las de Cicazos, en San Bartolo, que son notables, y las que se dejan ver entre Pucusana y Mala, al sur de Lima.

Poco recorrido, a decir verdad, para quien tiene la suerte de vivir como yo en una ciudad rodeada de lomas y sobre la misma costa donde se da el extraordinario fenómeno natural que ha empezado a concitar, felizmente, la atención de vecinos y científicos.

Me lo dijo en Quebrada Verde hace unos días, Jacinto Mendoza, el yerno del finado Patricio Guillén, lomeros de toda la vida, el interés por el ecosistema del que hablamos ha ido creciendo como la espuma en los últimos tiempos. Hasta hace quince años solo se conocían las de Lachay y con suerte se hacía mención a las de Atiquipa, en el departamento de Arequipa.

Las lomas que se extienden a lo largo de 3,000 kilómetros del litoral del Pacífico sudamericano –exactamente entre la península de Illescas, en Piura y el Parque Nacional Llanos de Challe, en Chile- acaban de ser mapeadas con exactitud por un equipo compuesto por investigadores peruanos, chilenos e ingleses, ligados algunos a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, el Real Jardín Botánico de Edinburgo y el Real Jardín Botánico de Kew de Londres, que determinaron con exactitud su extensión real: 17,000 kilómetros cuadrados, cuatro veces más de lo que se sabía.

La BBC ha comentado en su reporte desde América Latina que el mapeo satelital de las lomas de este sector del litoral sudamericano les tomó a los científicos involucrados veinte años de tesonero trabajo.

Una constatación que debe llenarnos de alegría. Podemos afirmar que, a pesar de la degradación y la acelerada pérdida de sus espacios debido al crecimiento a la mala de nuestras ciudades, el ecosistema que deslumbró a Raimondi, Weberbauer, Ferreyra, por citar solo algunos nombres de científicos notables, sigue allí, inquebrantable, acompañándonos con su belleza escénica y brindándonos los extraordinarios servicios ambientales que nos presta desde tiempos inmemoriales.

Las lomas del Perú y Chile, que son altamente sensibles a las pequeñas fluctuaciones del clima y las corrientes marinas –como sucede con los arrecifes coralinos- proporcionan un sistema de “alerta temprana” utilísimo para encontrar las respuestas que debemos dar al cambio climático que nos aflige, acotan los investigadores que se han ocupado de mapear su distribución espacial. Entre ellos los peruanos Alfonso Orellana, Mónica Arakaki, César Arana y Asunción Cano del Museo de Historia Nacional Javier Prado de la universidad de San Marcos.

De allí la importancia de seguir estudiándolas transfronterizamente y, claro, desde el periodismo ambiental, el continuar visualizando el papel que han cumplido y siguen cumpliendo en la ecología de esta parte del continente y en la vida de sus pobladores. No hay que olvidarlo: el 58 % de la población de este país infinito, lo dicen los expertos que se han reunido para investigar estos espacios naturales y únicos en todo el planeta, vive al lado de una loma. Es tiempo que lo sepa.