En casa de José Vicens Bordoy, mallorquín, coleccionista de objetos inverosímiles, entomólogo desde los trece años, no hay Internet y conectarse por teléfono resulta una labor de prestidigitación.  

Chontachaca es un pueblo de poquísimas casuchas cuya población, de por sí bastante rala, ha empezado a dejarlo todo para irse a vivir a la cercana localidad de Patria, un villorrio en franco crecimiento que se da el lujo de contar con un restaurante que atiende a trescientos comensales cada día, un hotel para viajantes, un par de boticas y un mercado laboral necesitado de brazos -pies tendría que decir- que sostengan el muy lucrativo negocio de la coca.

En estos bohíos del distrito cusqueño de Kosñipata las noches son una incógnita, un folletín repleto de sorpresas. No estamos en el VRAEM; sin embargo, en este borde del mítico Parque Nacional del Manu las historias de fortunas inesperadas y sucesos inexplicables –los muchachos abandonan la escuela para ir a pisar la coca en las pozas que se multiplican en el monte y regresar con mucho dinero- se han vuelto comunes.

Melquíades en el paraíso

En casa de los Vicens-Diez, un matrimonio llegado hace ocho años desde las Baleares, en el Mediterráneo español, en cambio, reina la tranquilidad.

Son las siete de la noche y el chofer de la combi que me traslada desde el Cusco me indica que he llegado a mi destino. El calor sofoca, se pega al cuerpo, hace daño mientras los ruidos de la selva se van multiplicando, indetenibles.

José me recibe con un apretón de manos generoso y me conduce al interior de un recinto inesperado: un gabinete de ciencias en medio del bosque, un museo científico en el rincón más apartado de estas yungas orientales tan llenas de vida silvestre.

El laboratorio ambulante de Melquiades, el alquimista de Macondo, pienso mientras voy agarrando confianza.

Miles de DVD conteniendo documentales y filmes científicos primorosamente catalogados comparten espacio en los anaqueles repletos de libros, libretas de apuntes, mapas, maquetas, fotografías, fósiles, cajas con insectos de todos los confines de la tierra que ocupan la sala, el comedor, la cocina, el baño, los dormitorios.

El Smithsonian o el Museo de Ciencias Naturales de Paris en Chontachaca, el centro poblado menor de un distrito cubierto de nubes donde nacen los ríos Piñi Piñi y Pilcopata, las fuentes de agua que dan vida al Madre de Dios, el rey de los cauces fluviales del departamento del mismo nombre y también de la Amazonía boliviana.

¿Qué hace este laboratorio de ciencias en el valle de Kosñipata?, ¿cómo trasmontó las alturas de Acjanaco y Tres Cruces para ser instalado en el reino de las aves multicolores y los jaguares? ¿Quién es este hombre con pinta de abuelo bonachón, una suerte de Capitán Haddock perdido entre los árboles del mítico El Dorado que cuando empieza a hablar es imposible detener?

Tomo asiento para escuchar su historia.

“Fue el padre López, un cura teatino que conocí en la escuela de Mallorca donde estudiaba, recuerda, quien me introdujo en esta pasión, la de coleccionar mariposas y otros insectos. Mi padre también aportó lo suyo, él traía a casa bichos que me sorprendían”.

Así empezó todo, como un deslumbramiento, como la simple ilusión de un niño provinciano, insular, repleto de tiempo libre, desbordado de emoción por tan insólitos descubrimientos.

“Me he pasado la vida colectando especies e intercambiando piezas con coleccionistas de todo el mundo”, continua este pintor de trazos firmes que alguna vez se ganó la vida, después de pasar por Bellas Artes, retratando paisajes en Venecia mientras buscaba en librerías y bibliotecas información que le fuera útil en sus apetencias de sabelotodo.

Cincuenta años deben haber pasado desde entonces. El insomne mozalbete se fue convirtiendo en un entomólogo autodidacta, de fuste y sus pesquisas y agudeza para encontrar lepidópteros (mariposas y polillas), coleópteros (escarabajos y mariquitas), odonatos (libélulas) y más, allí donde otros no veían nada, lo convirtieron en un profesional de un oficio tan antiguo como el hombre.

Si es que los cálculos no pecan de rigurosos, posiblemente haya treinta millones de especies de insectos distribuidas por todos los rincones del planeta, océanos incluidos. Se trata, de lejos, del grupo de animales más diverso y heterogéneo que existe sobre la Tierra.

Del millón de especies que se han llegado a describir, leo con curiosidad en una enciclopedia virtual, 120 mil son lepidópteros y 350 mil coleópteros. Intentar conocer las características de cada una de las especies de insectos que existen –o han existido- es tarea de obtusos, un imposible que solo algunos ilusos se atreven a intentar.

Uno de ellos, presumo, es este hombre de hablar claro y modales de leñador que se mudó a Chontachaca para continuar con el intento, con esa atávica costumbre de nuestra especie.

“Mi colección reúne especímenes europeos, menorquíes, de las Baleares, de Madagascar, de Borneo, de Malasia, de Nagasaki, de México, de la selva amazónica”.

“¿Qué cuántos llegué a tener? No lo sé, no menos de cien mil, acaso muchos más, de pronto quinientos mil, imposible saberlo”.

“Vender lo que he atesorado no me interesa y no creo que alguien se anime a pagar los tres o cuatro millones de euros que debe costar mi colección; por ahora parte de ella está en buenas manos, en Menorca, esperando que el ayuntamiento construya un museo o algo que se parezca para que todo lo que hallé en mi vida no se pierda”.

Me va quedando claro que la búsqueda afanosa de piezas insólitas, algunas de ellas desconocidas para la ciencia ha sido y sigue siendo el leit motiv de este entomólogo que trata de volver todos los años a Menorca a saborear el olor de la tierra patria y traer a su refugio de Chontachaca las provisiones necesarias de sardinas y jamones para sobrellevar la lejanía.

El coleccionista en su laberinto

Peregrino en ejercicio permanente, fisgón, estudioso de la riqueza entomológica del planeta -treinta especies de insectos llevan su nombre, una de ellas el Tricompastes vicencis- José Vicens llegó al Perú buscando lepidópteros y se fue quedando de a pocos.

“La culpa es enteramente de Pilar”, me dice mientras mira a su esposa, la profesora Pilar Diez Hurtado, docente en un colegio de Urubamba cuando llegó al valle –con sus redes, aspiradores bucales, lupas, microscopios, alfileres a cuestas- para buscar ejemplares a pedido de los hermanos del colegio de La Salle, en Menorca, su base de operaciones en las islas Baleares. “En donde hay un colegio La Salle hay un buen museo de ciencias; ellos me dieron las cartas de recomendación que necesitaba para ir de cacería por el mundo. Para los hermanos lasallistas yo era simplemente el mariposero…”.

“Pilar ha sido el animal, continúa, más grande que he cazado, me costó ocho años atraparla, por ella es que me quedé entre ustedes (ríe, la contempla, sigue hablando). Por ella y por la gran diversidad de vida natural que existe en este país al que llegué por primera vez hace 25 años …”

Me atrevo a deducir que para Vicens Bordoy han sido los naturalistas aficionados los que hicieron las grandes contribuciones a la ciencia. Son los William Kirby o William Spence, los fundadores de la entomología moderna; los Charles Darwin, los Alexander von Humboldt, los Antonio Raimondi -¡esos grandes viajeros inmortales!- los que inventaron la naturaleza tal como la conocemos ahora.

En su loca ilusión por entenderlo todo, de registrarlo todo, esos fisgones nos legaron el mundo que admiramos y queremos preservar.

El señor de los bichos, como lo empezó a llamar la prensa mallorquín cuando su colección de artrópodos llegó a sobrepasar las cien mil piezas y su casa ya no tenía espacio donde guarecer las cajas de insectos que iba colectando e intercambiando con coleccionista de todo el mundo, es uno de ellos, un naturalista insaciable, dedicado a tiempo completo al estudio de la vida natural.

Su arsenal enciclopédico, su gabinete científico, lo componen también los libros antiguos, de historia natural, que fue adquiriendo en librerías de viejo y en países exóticos; pero también las zetas, los fósiles, las antigüedades de todo tipo, los jarrones de Murano, que fue recogiendo por todas partes. “Fíjate en esto, me dice, es un libro desplegable muy interesante, lo abres y encuentras la escenografía más alucinante de Juego de Tronos, qué bárbaro, las cosas que la inventiva puede hacer”.

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“Tuvimos que dejar en Menorca gran parte de lo que habíamos colectado, prosigue, para empacar lo indispensable, subirlo a un barco y traerlo hasta el Callao para de allí transportarlo hasta Chontachaca”.

En esta localidad sin internet y una carretera maltrecha y llena de polvo cuando el verano quema, José Vicens y Pilar, su gema más preciosa, han levantado cuartel general. En el pequeño lote de 500 metros cuadrados el entomólogo mallorquín está construyendo, con esmero y algunos apuros últimos, el mariposario y el jardín botánico que necesita para explicarle a la población local y a los visitantes que lleguen a su casa la importancia que tiene el cuidar los tesoros de la naturaleza en estos tiempos de desbarajustes y tantas equivocaciones.

“No me preguntes cuando voy a terminar todo esto”, me advierte, “estoy construyendo lo que ves con muy poco apoyo, la gente en Chontachaca y Patria tiene otras prioridades, pareciera que trabajar es lo que menos necesitan, aquí lo que más falta es mano de obra para culminar este y otros proyectos”.

En el jardín donde se van amontonado nuevos tesoros, “fíjate en este fósil de mariposa, es único, lo encontré mientras levantaba esta casa”, me va contando, crecen vigorosos las naranjas valencianas y los bambús de la China, los crotos, las cañas de azúcar, los helechos, las palmeras, los aguajes…

Tierra Linda

En el 2006 José Vicens dio el último paso para sentar reales en el Perú. Ese año adquirió una propiedad de 120 hectáreas al pie del bosque de Chontachaca que se convertiría tiempo después en la Reserva Tierra Linda, un santuario de vida silvestre para la ciencia, la investigación y el futuro.

“Fue increíble, cuenta Pilar Diez, en el 2010 nos instalamos en ese refugio lleno de vida. Una noche, recuerdo, a los pocos días de llegar, escuchamos un ruido extraño fuera de nuestra cabaña, al salir para ver que estaba ocurriendo me encontré cara a cara con un armadillo gigante”.

En ese vergel de la naturaleza los Vicens-Diez vivieron unos años, arropados por el rumor del río Hospital, un curso de agua límpido donde todavía construyen sus madrigueras las nutrias de río y bajan a beber desde el bosque próximo los venados, los sajinos y los jaguares, indistintamente.

En el 2013, la pareja de pioneros se cruzó en Chontachaca con Pablo Yglesias, un catalán de un poco más de treinta años que andaba, también, buscando trascendencias. Se hicieron amigos y no pasó mucho para que se unieran en el esfuerzo común de convertir Tierra Linda en un punto de encuentro para jóvenes e investigadores de todo el mundo interesados en convertir el área en un centro de investigación.

Y en eso andan, trabajando duro para que la promesa que se hicieron fructifique. 

Tierra Linda funciona como un centro de interpretación e investigación que por ahora recibe y se financia con la llegada de voluntarios; sin embargo, el deseo de sus tres impulsores es que sean los turistas de naturaleza –los amantes de las aves, las mariposas, las orquídeas- los que aporten con su presencia el costo que significa conservar un bosque en franca recuperación.

En los años cincuenta y sesenta la propiedad que Vicens adquirió fue un gigantesco aserradero, un campo de extracción de maderas finas: caobas, cedros, águanos, que debió albergar a más de cincuenta trabajadores a la vez, pequeños buldóceres abriendo trochas para extraer los árboles más viejos y valiosos del bosque primario.

“Lo estamos recuperando poco a poco, con mucho empeño”, lo comenta en la maloca central del albergue, Pablo. A su lado se mueve Inti, su perro y diminuto guardián de Tierra Linda. “Hemos reforestado las áreas más debilitadas con cedros, caobas, pacapacas y tornillos (aguanos), siempre apoyados por los voluntarios que vienen de todas partes para trabajar con nosotros, calculo que habremos sembrado dos mil árboles”, concluye.

Tremenda tarea, en estos bosques que alguna vez estuvieron cubiertos de chonta, la palmera que le da nombre a la zona, los osos hormigueros, los pumas, los tigrillos, los otorongos, los gallitos de las rocas, los guacamayos bolivianos y las miríadas de mariposas se multiplican. A pesar del daño que se les hizo a estas tierras durante el tiempo de la extracción desaforada de maderas finas, estas franjas boscosas, debido a la altura, 800 msnsm ya las intensas lluvias , se recuperan rápidamente.

Tres tristes tigres

“Queremos recuperar la cocha que tenemos en Tierra Linda, me dice Pablo”. “Y construir una piscina junto al mariposario que les permita a nuestros visitantes pasarla mejor”, agrega José. Pilar los interrumpe para decirme que el centro de interpretación –la casa donde viven- y la Reserva Tierra Linda, sus dos propiedades, se complementan, son indisolubles y en ambos casos, la idea que trajeron desde las islas Baleares, es una sola: “que sirvan también como campos de aprendizaje, como espacios que ayuden a la población local a entender la importancia y valor de los tesoros naturales que poseen”.

“El Perú es un país fantástico, concluye José Vicens Bordoy, entomólogo, enciclopedia de historia natural viviente, artesano, constructor de imposibles, hombre libre. Tozudo fabricante de sueños, Melquiades en el valle de Kosñipata.

“Venga, venga por aquí, me dice, quiero que veas esta computadora. A pesar de que no tenemos Internet, la base de datos que he ido generando con información sobre la zona es la más completa que existe; aquí en este aparatito, lejos de todo y a veces desfalleciendo, lo tenemos todo”.

Le creo. Vicens es imparable…

También sus socios en este empeño. Quijotes en el paraíso.